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La culpa de poner límites

  • Foto del escritor: Alexa Perez Salazar
    Alexa Perez Salazar
  • 11 nov
  • 2 Min. de lectura

Decir “no” no siempre se siente liberador. A veces, poner un límite duele más de lo que esperábamos. No porque el límite sea incorrecto, sino porque nos enfrenta a algo más profundo: la culpa.


Esa sensación incómoda que aparece cuando empezamos a priorizarnos después de tanto tiempo de complacer a los demás. La culpa de no estar disponibles todo el tiempo, de no sostener lo que ya no podemos, o de decepcionar a alguien al elegirnos.


Desde la psicología, entendemos que esta culpa tiene raíces emocionales. Muchas personas crecieron aprendiendo que ser “buenos” significaba no decir que no, ayudar siempre o evitar los conflictos a toda costa. Así, poner límites puede sentirse como una traición, aunque en realidad sea una forma de cuidado.


Cuando decimos “no”, el cerebro interpreta que estamos poniendo en riesgo el vínculo, y eso activa el miedo al rechazo. Pero los límites no destruyen relaciones sanas, las fortalecen. Son la manera más honesta de mantenernos presentes sin desgastarnos, de estar sin perdernos y de cuidarnos unos a otros. Los límites son otra forma de aprender a amarnos unos a otros. 


La culpa, en este proceso, no es una señal de que lo estés haciendo mal; es solo una evidencia de que estás rompiendo un viejo patrón. Estás aprendiendo a estar para ti, no solo para los demás.


Con el tiempo, ese malestar se transforma en paz y satisfacción. Porque poner límites no es egoísmo, es responsabilidad emocional. Es reconocer que no podemos cuidar a nadie si primero no aprendemos a cuidarnos.


Así que, si hoy sientes culpa por decir “no”, recuerda: estás eligiendo salud emocional, y eso también es amor. 


Psic. Emma S. Urtiz


 
 
 

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