El peso del perfeccionismo.
- Alexa Perez Salazar
- 9 oct
- 3 Min. de lectura
Vivimos en una época donde el “ser perfectos” se ha vuelto casi una obligación. Redes sociales llenas de imágenes impecables, carreras profesionales cada vez más competitivas y la presión constante de “no equivocarse” hacen que el perfeccionismo se haya normalizado como un ideal. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a reflexionar sobre la raíz de este fenómeno: el miedo al error.
El perfeccionismo nace cuando creemos que fallar nos resta valor, cuando interpretamos el error como una amenaza a nuestra identidad en lugar de verlo como una oportunidad de aprendizaje y algo inherente a la vida. Este miedo se va formando desde la infancia, cuando los aplausos se asocian a las calificaciones más altas o a la conducta intachable o cuando un pequeño error es “merecedor” a un castigo que no es proporcional con la conducta. Así, desde pequeños nos enseñan que no existe el margen de error, que equivocarse no sólo es incómodo y molesto, sino que además, es inaceptable. Por esas y muchas otras razones, muchos crecemos pensando que sólo merecemos reconocimiento si alcanzamos la excelencia.
El perfeccionismo se puede ver de dos formas muy distintas. Por un lado, existe el perfeccionismo de alto rendimiento, en el que la persona busca hacer y hacer, se impulsa a superarse, a ser disciplinado y a dar lo mejor de sí, casi de forma obsesiva, y con una exigencia muy alta y poco compasiva. El lado “amable” de este tipo de perfeccionismo es que puede convertirse en un motor que nos lleve a la innovación y la creatividad, sin embargo, nunca es suficiente y por esa razón siempre se busca hacer más y más. Detrás de todas estas actividades, creatividad, innovación y búsqueda de “superación”, se esconde un gran miedo: el miedo al error.
Por otro lado, encontramos el perfeccionismo de bajo rendimiento, el cual prefiere no hacer y posponer porque sus expectativas y exigencias son tan altas que prefiere no intentarlo a quedarse “corto”. En este caso, la búsqueda de perfección se convierte en una jaula, donde el miedo a fallar es tan grande que ni siquiera nos permite comenzar.
La paradoja es evidente: el perfeccionismo, en su raíz, se mueve por el mismo miedo. La diferencia está en cómo lo gestionamos. Cuando ese miedo nos impulsa a crecer, puede resultar funcional. Pero cuando nos domina, limita nuestra capacidad de acción o nos aleja de la vida que realmente deseamos vivir, empezamos a vivir para cumplir expectativas y dejamos de ser auténticos.
En la sociedad actual, esta problemática se refleja en jóvenes que temen arriesgarse, en trabajadores que se desgastan en jornadas interminables, en padres que sienten nunca ser suficientes y en personas que postergan sus proyectos por no considerarse “a la altura”. El miedo al error, disfrazado de perfeccionismo, genera una cultura de constante insatisfacción.
Quizá sea momento de repensar el lugar que damos al error. ¿Y si en lugar de temerlo, lo viéramos como parte del camino? Equivocarse no nos hace menos valiosos; nos hace más humanos. La perfección, entendida como ausencia de errores, es una ilusión. Pero la búsqueda de la mejora constante, desde la aceptación de nuestras imperfecciones y nuestros errores, puede ser una forma más sana y realista de crecer.
No se trata de dejar de esforzarnos, sino de reconciliarnos con la idea de que somos valiosos incluso en nuestros intentos fallidos y de ser fiel a nosotros mismos, aunque la sociedad nos invite a ser “destacables” todo el tiempo.
Psic. Emma Urtiz
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